En 2014, un multimillonario de origen chino reabrió una antigua planta de General Motors en la ciudad de Dayton, Ohio. Para miles de residentes, la llegada de un fabricante multinacional significaba la posibilidad de recuperar sus empleos y su dignidad, tras los estragos provocados por la recesión en su vida cotidiana. Al principio, las diferencias culturales resultan divertidas, pero pronto surgen conflictos entre la perspectiva china y la estadounidense. La escasa protección en el entorno laboral, combinada con unos salarios muy bajos, genera incertidumbre entre los trabajadores. Además, la empresa amedrenta a sus empleados con la amenaza de aumentar la automatización en el proceso de producción como respuesta a sus reclamaciones, lo que ocasiona numerosos inconvenientes diarios en la planta.